Puntagorda. Siempre mirando al cielo
Puntagorda. Siempre mirando al cielo
Desde el Barranco de Izcagua al de Garome
Horacio Concepción García
El concepto de paisaje mana de la representación del entorno y del entendimiento, como una percepción mental del paisaje, en la que intervienen elementos estéticos y emocionales.
Puntagorda, comenzando desde el Barranco de Izcagua al de Garome, se difumina en un inmensurable velo azul celeste, que mansamente se va moldeando con el verde lozano de los pinares.
La agraciada policromía, de forma lánguida, comienza a aclararse con tonalidades amarillas, declinando el verde en su paso a la tierra rojiza del almagre, colores que se comprenden en peregrina simbiosis, realzada con las manchas ocres de los labrantíos, salpicadas de amapolas, jaramagos y relinchones, que se componen a modo de insólito óleo. La composición pictórica se ve realzada en el paisaje por manchas blancas y rosadas, los almendreros, que festonean las veradas y caminos, luciendo sus mejores galas para recibir al visitante. Las Montañas del Arco, del Lucero, de la Negra y de Matos, completadas en el este por la inmensidad de la Caldera de Taburiente, nos lanzan vertiginosamente hacia el Océano.
El agua, siempre el agua, fue la preocupación más constante de las puntagorderas y puntagorderos, «siempre mirando al cielo», un proceso anímico en el que se transitaba del dolor a la esperanza.
El sentido alternante del agua, con su movimiento y estatismo, de aquella realidad que los unía, porque el agua de la fuente arrastra la materia sumergida de la memoria.
Los animales y las cosechas, dependían del preciado líquido. En invierno se hacía el surco en los caminos, se preparaba la coladera, se sacaba el fango de la aljibe y se extraía el viejo balde con el garabato, para encerrar el agua y que no se perdiese ni una sola gota. Entre cabañuelas y aberruntos, interpretaciones rigurosas de la formación del clima, llovía de repente, normalmente de forma tempestuosa, era la Fiesta de los Chiquillos, que se lanzaban a los caminos con improvisados capotes de sacos de papas.
En verano, cuando las aljibes estaban vacías, las mujeres iban al Pozo, para traer una lata de agua salobre.
Las Charquetas, que aún conservaban un poco de agua, se utilizaban para dar de beber al ganado y lavar la ropa, que se tendía sobre las piedras grandes hasta que estuviera seca. La miseria y la falta de agua, obligaba a buscar amapolas, jaramagos y cardos «para echar algo al caldero».
La comida, cuando había, se regaba con vino de tea. Se cultivaba cebada, coles, trigo, lentejas negras y blancas, chícharos, garbanzos, y papas pocas, porque no se podían cosechar si no llovía. De vez en cuando se comía carne de cabra y más raramente de res, y cuando había algún acontecimiento se mataba un conejo o una gallina.
Las barqueras, del Puerto de Tazacorte, regateaban una y otra vez, para llevarse la mayor cantidad de fruta pasada, almendras y granos a cambio de las plateadas sartas de caballas.
En las gallofas, que se hacían generalmente de noche, se pelaban tunos o se cascaban almendras, mientras una persona hacía de animadora contando chistes o leyendo un capítulo de una novela por entregas. En las más animadas, se tocaba el acordeón y se cantaban puntos cubanos.
Santo Amaro ya es viejo
de viejo se le cayó los dientes
bien hecho por santo Amaro
no comer las papas calientes.
Todo se resolvía a base de remedios caseros: rezados para el Mal de Ojo, Insolación y Las Inguas; para las enfermedades de estómago, se utilizaban tres aceites, de almendras, de oliva y de ricino, también se podía batir el aceite con clara de huevo; infusiones de malva, borraja, salvia y poleo para la gripe; ruda para los calmar nervios; toronjil y sidrera para sustos y disgustos; cataplasmas de Santa María para las heridas; lascas de lapas en las sienes para los dolores de cabeza; para los dolores de muelas, se extraía la pieza con unos alicates, y después se aplicaba agua y sal o agua y vinagre, y con estos tratamientos y las muchas promesas a san Mauro, se curaban los puntagorderos.
La Ruta de los Pinos servía de guía a los peregrinos y comerciantes para conectar este lugar con la capital; pinos, muchos de ellos, con nombre propio: el Pino de la Pila los Sauceros, Pino de la Virgen, Pino de los Garabatos, Pino del Chupadero, Pino de los Medios, Pino de los Gallegos, Pino de Garome, Pino de Cho Lorenzo, Pino de las Corujas, Pino Redondo, Pino de la Angarilla, Pino de la Barbolana, Pino de la Cruz, Pino de las Piedras Altas, Pino del Rayo, etc. Los pinares fueron objeto de una fuerte explotación en Puntagorda, al ser la principal fuente de leña; madera para las construcciones y útiles locales (casas, aljibes, lagares, pipas (donde hasta el vino tiene sabor a tea), cajas, telares, molinos, dornajos, canales, etc.); obtención de pez o brea; aprovechamientos de pinocha y ramas para la cama del ganado a través del rastrilleo y del «desgaje» o «escamondado» tan característico, que deja los pinos «mochos», sin ramas laterales, con porte de olmos.
Para caminar hacia a la Banda (Tazacorte, Los Llanos y El Paso) había que salir de madrugada. Un jacho de tea prendido, amparado por luz del candil de las estrellas, y más recientemente el farol de gas o un carburo, que con luz mortecina, alumbraban las veredas henchidas de privaciones y evocaciones, que se surcaban descalzos.
En la aurora, los puntagorderos llegaban a Candelaria, tiritando de frío y marchitos de cansancio, esperando en la lejanía la visión una polvareda, acompañada de un ruido estentóreo:
la Guagua Roja que conducía Tomás el Sordo. Los cestos y guacales de fruta y verduras, gallinas y conejos, se colocaban en la vaca, mientras que los pasajeros se acomodaban, como podían, en los incómodos asientos de madera.
En invierno el estado de la mar condicionaba sobremanera el transporte marítimo, pues los embarcaderos del municipio, Porís de Gutiérrez y Puerto de Puntagorda, sufrían, muchas veces, las consecuencias de la inoperatividad de los fondeaderos, por donde se exportaban productos forestales, agrícolas y mercancías varias, las cuales se cargaban en los barcos de cabotaje con la marea llena y cuando las condiciones del mar lo permitían.
Babache, Julián el Luchador Leocadio, Potaje y Raja la Tea, eran, entre otros, expertos marinos que explotaban, en pequeños barcos de remo o motor, la ruta entre Puntagorda y Tazacorte, lugar este último por donde entraban las mercancías para el oeste y noroeste de La Palma y por él que salían los productos que se producían en Puntagorda.
En los transportes terrestres José Pastor, Pancho David, Santiago Soldado, etc., eran los arrieros más notables, que transportaban a través de la tortuosa orografía, confiando en el caminar de las bestias, los mulos y burros, más que en las piernas propias: aceite, azúcar, cal, cemento, harina, petróleo (gas), pantuflas, tejas francesas, tejidos, etc., para las tiendas de Manolo Gregorio, Manuel Ventero, Miguel Ángel Ventero, Juan Tardío y Los Marantes. Por los trillos, el resonar de herraduras, bestias cargadas de fejes o flejes, pasto para el ganado, papas de Garafía, etc.
Las velas se encendían para ahuyentar a las tempestades y los incendios, que cuando se declaraban, eran advertidos por el sonido del fututo, del bucio o caracola, que imploraba, cuando tenía que comunicar el fuego devastador en el pinar o alguna vivienda, y gozaba llamando a comer al mediodía, anunciando la molienda o criticando los amoríos y desventuras.
Mientras, los chiquillos jugaban con: boliches de barro, caballitos de alambre, caballitos de caña, muñecas de trapo, pelotas de papel, silbaderas de lata, trompos de brezo, yuntas de pencas, y castañuelas de alegre repiqueteo, guardadas en la faldiquera, sobre todo de brezo, que en las fiestas se acompañaban con el monocorde sonido del tambor y a veces también con un acordeón de botones y una flauta. Así, el paisaje de Puntagorda fue, y es, un reflejo del estado anímico de sus habitantes, en su discurrir hacia la muerte, como el agua de la fuente se convierte en símbolo de la vida humana, contemplación sentimental de la realidad en el fondo del alma.
Horacio Concepción García
Sociedad de Estudios Genealógicos y Heráldicos de Canarias