LUTO BLANCO

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LUTO BLANCO

Oswaldo Paz Pedrianes

Le había costado mucho tiempo tomar la decisión. Años. No era capaz de calcular cuántos, pero sabía que demasiados. Hacía treinta que él había muerto. Hacía treinta que ella era viuda. Hacía treinta que vestía de negro. Esa cantidad no la había olvidado. Pero estaba decidido.

Luto blanco

Esa mañana se levantó muy temprano. Desayunó sola, tranquila, sin prisas. En aquel pueblo dejado de la mano de Dios nunca había prisa. Ni para morirse. Dos rebanadas de pan con miel, queso de cabra, leche, café y media manzana. Se quedó con la mirada perdida en la forma de la otra media, con sus pepitas en el centro, y ese rabito en la parte superior. Se concentró en el olor que traspasaba sus fosas nasales, con ese dulzor ácido de la fruta. Cuando poco a poco fue regresando a la realidad, comenzó a recoger la mesa, a lavar la loza, y acudió al baño a asearse. Antes de meterse bajo la ducha, contempló su cuerpo desnudo en el espejo. Cuando su marido decidió quitarse la vida, ella era una joven hermosa, con un cuerpo escultural, deseada y pretendida por todos los hombres del lugar. Ella lo eligió a él. Fue así. Ella decidió que él sería quien compartiese sus días y sus noches, sus veranos y sus inviernos, sus risas y sus llantos. Sería él. Para siempre.
Pero siempre fueron sólo unos meses. Nadie entendía por qué decidió poner fin a sus días de aquella manera. Aún hoy nadie lo comprendía. Y quien menos, ella.

Así que aquél cuerpo que ahora le devolvía el espejo, había ido perdiendo elasticidad y firmeza con el paso de tantos años. Aun así, no le disgustaba lo que veía: eran casi cincuenta años, pero su físico no estaba nada mal. Sabía que aún era muy atractiva, aunque no permitió que nadie más ocupara el espacio de aquél que se marchó. Nadie más entró en su vida. Ni en su cama.
Tras terminar de asearse, comenzó el ritual diario de vestirse. Esa tarea no le demandaba grandes esfuerzos de pensamiento a la hora de elegir qué ponerse, ni cómo combinar los colores. Así que recurrió al uniforme habitual: medias negras, falda negra, camisa negra, rebeca negra, y zapatos cómodos –negros, por supuesto-. Y como escuchaba el ulular del viento fuera de la casa, se ajustó para recoger su pelo un gran pañuelo del mismo color en la cabeza. Luego se dirigió a la puerta de la casa, y antes de salir, estiró su mano y recogió la bolsa de papel que había dejado en la silla que había a la entrada la noche anterior. Abrió la puerta, y tras llenar de aire sus pulmones y emitir un intenso suspiro, comenzó a andar.
Las calles principales hasta la salida del pueblo eran empedradas, como habiendo queriendo marcar en otro tiempo cierta distancia entre la zona trascendente, el núcleo central donde se encontraban los edificios principales, del resto. Justo al pasar por uno de estos edificios, la mujer pensó que ese sitio antes lo ocupaba el cementerio, que llamativamente se ubicaba en el centro de aquella minúscula población. Recordaba que se accedía a él subiendo una pequeña rampa, también empedrada, hasta llegar a una doble puerta de madera con barrotes en la parte más alta. Al entrar se divisaban hileras de tumbas en el suelo, con un pequeño camino en medio. En los laterales se amontonaban cajas de madera, estructuras verticales coronadas por una cruz u otro tipo de ornamento, en cuyo interior se amontonaban cráneos, fémures, tibias, costillas y multitud de huesos sin orden ni concierto, como un recipiente definitivo para piezas de un puzle a completar por un estudiante de medicina. Al fondo del cementerio había una tapia pintada de blanco, tras la que se elevaban algunos cipreses de varios metros de altura. Los cipreses son los árboles de los muertos. Ningún cementerio que se precie de serlo carece de ellos. Son los guardianes del lugar donde reposan los que una vez fueron.

Luto blanco

Ella recordaba cómo acompañó los restos de su marido cuando los trasladaron al nuevo cementerio, ya ubicado en las afueras del pueblo. Había realizado el mismo trayecto que realizaba ahora. A su lado, andando despacio. Era lo que se esperaba de una viuda doliente. Lo recordó todo como su hubiese ocurrido ayer, y sin darse apenas cuenta, ya estaba a las puertas del nuevo cementerio, que era el lugar hacia donde encaminó sus pasos cuando salió de su casa. Este era más grande, y además de las tumbas en la tierra, delimitadas por unos armazones de madera que marcaban el tamaño del que allí yacía, se extendían a lo largo de las paredes laterales hileras de nichos, con cinco huecos en cada fila vertical. El camino central, delimitado por los inevitables cipreses, terminaba en una pequeña capilla, donde se entregaba el último adiós a quien se iba a quedar allí para siempre.
Despacio, la mujer se acercó al nicho donde él había sido llevado cuando lo cambiaron de domicilio sin pedirle opinión. Se paró frente a él, seria, tensa. Los brazos caían a lo largo del cuerpo. Con la mano derecha aferraba con tanta fuerza la bolsa que llevaba consigo, que los nudillos se habían quedado blancos al huir la sangre hacia otras zonas del cuerpo. Las asas de la bolsa habían dejado su marca en el interior de sus dedos. Sin embargo, su rostro parecía relajado, y sus ojos tranquilos.
Tras un largo rato, depositó la bolsa en el suelo. Y comenzó a hablarle. Y le llamó por su nombre. Y le dijo de un tirón, pausadamente, todo lo que quería decirle desde hacía años. Le contó que estaba cansada de todo, del qué dirán, del color negro, de las normas establecidas. Y mientras hablaba, se iba quitando su falda negra, y su camisa negra, y sus zapatos negros, y sus medias negras, y su pañuelo negro, y su rebeca negra y su ropa interior negra. Y continuó hablándole, y diciéndole que el dolor de la pérdida no se lleva en la ropa, sino en la memoria, y que la mejor forma de honrar el amor que tuvieron es que ella pudiese sentir en su día a día la felicidad de estar a este lado, que no era justo penar en vida. Y siguió hablando mientras sacaba de la bolsa ropa interior blanca que se puso, y un traje de color blanco con el que tapó su cuerpo desnudo, y unos zapatos blancos que protegieron sus pies. Y luego soltó su pelo, que cayó sobre sus hombros, sobre su espalda, desparramado, sin orden, saltándose una absurda ley del pudor autoimpuesta. Y no paraba de hablarle, y le decía que caminar encorvada bajo el peso del recuerdo y vivir encerrada no era una señal de respeto, sino una doble muerte; y que dejar marchitar su cuerpo sin disfrutar del deseo y el placer era estar condena por un delito que no cometió. Y le dijo, con lágrimas surcando sus mejillas, que quería ser feliz, y que había decidido serlo, y que estaba allí porque deseaba que fuese él el primero en saberlo, el primero en verla despojada de la tristeza del negro, renovada por la pureza del blanco. Y en su rostro había paz, y esa sonrisa que aparece cuando te has quitado un enorme peso de encima, cuando has entendido que ya has roto las ataduras del dolor, de la deuda, de la obligación. Y le prometió que no dejaría de visitarle, que él era parte de ella, de su vida, pero que no podía permitir que la siguiese arrastrando a las profundidades de la pena, como si estuviesen ya enterrados juntos.
Y se le acabaron las palabras, y cesaron las lágrimas. Lentamente introdujo la ropa negra en la bolsa, y la levantó del suelo. Se acercó a la lápida y pasó su mano por ella, como una caricia, deteniéndose en el relieve de las letras que conformaban su nombre. Y se dio la vuelta, y comenzó a andar hacia el enorme portón del camposanto. A su espalda, los cipreses se balanceaban hacia adelante al son que marcaba el viento, como si despidieran con reverencias a la mujer del luto blanco.
(Extraído de “El otoño cabe en una maleta”, Oswaldo Paz Pedrianes)

Oswaldo Paz Pedrianes (Garafía, La Palma, 1971) es Psicólogo y Terapeuta Familiar. Su carrera profesional ha estado dirigida a la ayuda especializada a menores en desamparo y sus familias en el ámbito social, trabajando en diferentes entidades a lo largo de su trayectoria. Actualmente desempeña su rol profesional centrado en la problemática del Acoso Escolar.

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