EL SUEÑO DE LAS AFORTUNADAS. CANARIAS
EL SUEÑO DE LAS AFORTUNADAS. CANARIAS
Horacio Concepción García
«Vuestra magnificencia sabrá como por comisión de la Alteza de estos Reyes de España partí con dos carabelas el 18 de mayo de 1499, para ir a descubrir hacia la parte del occidente por la vía del mar Océano; y tomé mi camino a lo largo de la costa de Africa, tanto que navegué a las islas Afortunadas, que hoy se llaman las islas de Canaria; y después de haberme abastecido de todas las cosas necesarias, hechas nuestras oraciones y plegarias, nos hicimos a la vela de una isla, que se llama la Gomera [Carta de Américo Vespucio, del 18 de julio de 1500, dirigida a Lorenzo di Pierfrancesco de Médici, en Florencia]».
La obra Le Canarien (El Canario), realizada entre 1404-19, es una crónica y diario de campaña, primera documentación escrita sobre la conquista de Canarias dirigida por el capitán normando Jean de Béthencourt y el senescal pictavino Gadifer de La Salle, los cuales llevaban consigo dos capellanes letrados (Pierre Boutier, franciscano; y Jean Le Verrier, presbítero) para que, entre otros menesteres, narraran sus hazañas. En esta obra aparecen ingredientes originarios del mito que nos interesa, en particular de lo relativo a la naturaleza, que tal vez procedan de relatos siglos anteriores, sobre cosas maravillosas, extrañas, sorprendentes o chocantes, no necesariamente falsas. Así, parodiando al célebre poeta palmero Domingo Acosta Pérez, iniciamos un viaje por nuestras Islas a través de la obra Le Canarien.
En la retaguardia del Archipiélago Canario, custodiada por la isla de La Graciosa y la de Lobos, Lanzarote, inmenso mar de oscura lava, una perla negra emergiendo en el azul del Atlántico. Apodada la isla de los Volcanes, nos deleita con una perfección propia de otro mundo, donde las caprichosas formas geológicas, fruto de tempestades de lavas, conformaron una lírica lunar entre malpaíses, jables, cenizas volcánicas, aulagas, tabaibas, vinagreras e higueras, confiriéndole un carácter de inusual belleza.
En Timanfaya, Parque Nacional, los ríos de lava congelados, los cráteres volcánicos y la ausencia de vegetación, cribada por los líquenes, adquieren una extrema rugosidad de las formas, una variedad de colores y siluetas, contrastes y generosidad de matices, entre volcanes, que nos abocan a una belleza extrema propia de los infiernos de Dante Alighieri: «por mí se va a la cuidad doliente, por mí se ingresa en el dolor eterno, por mí se va con la perdida gente».
«La isla de Lanzarote, que se llama en su lengua Tyterogaka, es casi del tamaño y de la forma de la isla de Rodas. Los españoles y otros corsarios del mar han cautivado [a los pobladores] varias veces y llevado en esclavitud; es tierra firme de sarracenos. Es país abierto bastante llano y no tiene ningún bosque, sino pequeños matorrales para quemar, exceptuando una clase de leña que se llaman higuerillas del infierno [Euphorbia balsamifera] de que está lleno todo el país, de un extremo al otro, que produce leche medicinal, a manera de bálsamo. Hay gran cantidad de fuentes y de cisternas, de pastos, de buenas tierras para cultivos y crece gran cantidad de cebada. Además, tiene mucha sal [Le Canarien]».
La isla de Fuerteventura, que evoca con sus paradisiacas imágenes de playas, horizontes bañados por el blanco y el turquesa, ha quedado grabada en el imaginario colectivo.
Es hija de la Montaña Sagrada de Tindaya. El Parque Natural de Corralejo, vergel de alegres dunas peinadas por el viento, nos arrastra hacia el interior de la ínsula, que alberga un tesoro fruto del dominio de los vientos: los molinos, los cuales poseen valores arquitectónicos, paisajísticos, históricos y etnográficos.
«En la isla de Fuerteventura, que nosotros llamamos Erbania, hay un punto tal [el istmo de La Pared, entre la península de Jandía y el cuerpo de la Isla], en que no contiene más de una legua de mar a mar. Aquella región es arenosa, y hay allí una gran pared de piedra que atraviesa el país entero, de una orilla a la otra. El país presenta llanos y montañas y se puede ir cabalgando por todas partes; y se hallan en cuatro o en cinco puntos arroyos de agua dulce corriente, capaces para mover molinos. Y junto a aquellos arroyos se hallan grandes boscajes de arbustos que se llaman tarajales, que producen una goma de sal hermosa y blanca; pero no es madera que se pueda emplear en algún trabajo de calidad, porque es torcida y se parece su hoja al brezo y otros árboles de maravillosa hermosura [el cardón], que destilan más leche que cualquier otro árbol, y son cuadrados de varias caras y sobre cada arista hay una hilera de púas a manera de zarza, y sus ramas son gruesas como el brazo de un hombre, y cuando se corta, está lleno de leche de maravillosa virtud [Le Canarien]».
La isla Gran Canaria se nos presenta como el nexo entre dos mundos: el moderno, donde el turismo se recrea en un pequeño gran oasis, cual, si fuese compendio de esencias o camafeo, donde es posible hallar parajes que recuerden a todas las Canarias, y otro espacio donde destaca su regio patrimonio histórico, el ancestral, que permanece fuertemente aferrado a sus raíces antiguas.
Desde las Dunas de Maspalomas hasta el Roque Nublo (Monumento Natural), Gran Canaria respira nobleza en lugares como el barrio de Vegueta, sembrado de solariegos y señoriles caseríos; Isla antaño enmarcada en campos de trigo y cebada entrojados en graneros fortificados.
La isla de Tenerife, obra apocalíptica de la naturaleza, en su torno alberga a un coloso orográfico insular: el Teide, Parque Nacional; monumento de culto de los guanches, que se muestra como un elemento espacial y simbólico, un marcador de posesión de su territorio.
El Teide (Echeyde) es el lugar donde mora el maligno: Guayota, y cuando su furia infernal lo hacía entrar en erupción, los guanches se apresuraban a henchir la Isla de hogueras para hacer creer a Guayota que estaba en el infierno y así calmar su destrucción. La cima de esta montaña cósmica no sólo es el punto más alto de España, sino es también el punto donde da comienzo la creación de una orografía atormentada, rica en ángulos y perspectivas de ensueño, como el Paisaje Lunar (Parque Natural de la Corona Forestal), o hercúleas, como los acantilados de Los Gigantes.
La Isla de El Hierro tiene forma de bota a semejanza del sur de la península Itálica, casi como rompeolas singular de la corriente del Golfo, río que circula en plena concordia con el antiguo Mar Tenebroso. Es la primera que recibe el mensaje Atlántico, un memorándum sin aparentes orillas que no circula por la tierra. Adentrarse en sus pequeños bosques de leyenda ungidos por las sabinas, desafiar los vericuetos y los recovecos o conquistar La Frontera, es descubrir desde esta atalaya parajes inesperados, contornos marcados por su braveza, arrogancia, pureza y hermosura. Al llegar a la Isla, el ánimo comienza a disfrutar de una tranquilidad, que parece inconcebible en el ajetreado siglo XXI.
En el pasado un árbol sacrum fue mito, por ser el mayor de la Isla y también por la gran cantidad de agua que destilaba, al que los bimbaches consagraron como tótem-maravilla, para rememorar una de las relaciones del hombre con el bosque más estrechas que jamás hayan existido en Canarias: «gigantesco y maravilloso cuyas ramas destilan el agua necesaria para toda la isla». El árbol, que en lengua bimbache se llama Garoe, al presente se identifica con la especie del til (Ocotea foetens), y desapareció en las primeras décadas del siglo XVII, como consecuencia de un gran huracán.
El árbol de la lluvia vivió en un sitio denominado El Mocanal, y en la mitad del siglo XX los herreños plantaron otro de su misma especie en su lugar. Así, la piel de El Hierro es un auténtico tapiz de contraste y de color con sello de autenticidad, en el que se entremezclan felizmente todos los ingredientes de la diversidad. «Hierro, o la preciosa Ombrios, la isla encantada, dormida en los límites del mundo, guardando el árbol prodigioso que destilaba el agua necesaria para el abasto de sus moradores. El país es alto y bastante llano, lleno de grandes bosques de pinos y de laureles, que producen moras tan gruesas y tan largas, que maravillan. Y las tierras son buenas para labrar, para trigos, para vino y para cualquier otra cosa. Y hay muchos otros árboles que producen frutos de diferentes condiciones. Hay lagartos grandes como un gato, pero no hacen ningún daño y son muy repugnantes de ver. Y en la parte más alta del país hay árboles que destilan siempre una agua hermosa y clara, que se recoge en unos hoyos cerca de los árboles, la mejor que se puede hallar para beber [Le Canarien]».
En La Gomera la naturaleza quebrada del terreno proporciona a la Isla Fortaleza una fulminante vistosidad. Desde el Roque de Agando hasta la Fortaleza de Chipude, el juego de contrastes en moldes de armonía nos lanza a una superficie que parece inverosímil. Los paisajes de la Isla surgen embebidos en interminables torneos de belleza, una superposición de planos, de increíble abundancia de ángulos. Además, en gran parte de su superficie quebrada, destaca el maridaje casi perfecto de pródigas atalayas, miradores que brindan la oportunidad de contemplar a gusto, su condición de nebulosa paisajística.
Cinco custodios de piedra, Agando, La Laja, La Zarcita, Carmona y Ojila, escudan entre las nieblas las frondas de Garajonay, Parque Nacional, donde los herederos de la laurisilva, cuales amantes, se exploran sin mesura. En increíble proeza, la flora se ha aposentado sobre la hirsuta epidermis para cubrir piadosa las espantosas cicatrices con las efigies de las palmeras, y así disimular la tremenda cuchillada de los barrancos. En lo que es un auténtico aquelarre orográfico desgarrado, los manantiales y chorros convierten a La Gomera en un tambor de piedra.
En La Gomera la naturaleza quebrada del terreno proporciona a la Isla Fortaleza una fulminante vistosidad. Desde el Roque de Agando hasta la Fortaleza de Chipude, el juego de contrastes en moldes de armonía nos lanza a una superficie que parece inverosímil. Los paisajes de la Isla surgen embebidos en interminables torneos de belleza, una superposición de planos, de increíble abundancia de ángulos. Además, en gran parte de su superficie quebrada, destaca el maridaje casi perfecto de pródigas atalayas, miradores que brindan la oportunidad de contemplar a gusto, su condición de nebulosa paisajística.
«La Gomera es una isla muy fuerte, en forma de trébol, y el país es muy alto y bastante llano, pero los barrancos son maravillosamente grandes y profundos. Y el país está habitado por mucha gente, que hablan el lenguaje más extraño de todos los demás países de esta banda, y hablan con los bezos [clara alusión al silbo gomero] como si no tuviesen lengua. Y aquí cuentan que un gran príncipe, por algún crimen, los hizo poner en exilio y les mandó cortar la lengua, y según la manera de su hablar parece creíble. El país está lleno de árboles en gran cantidad y de ganado menor y de muchas otras cosas muy raras, que sería demasiado largo referir [Le Canarien]».
La Palma es la Isla del agua y del fuego, jugosa visión donde súbitamente a las espirales inscriptas en la piedra le suceden las estrellas, símbolos del espíritu que moran en su cielo limpio, y la han encumbrado con la distinción de Reserva Starlight. El tajo hondo de sus muchos barrancos se manifiesta en Los Tilos, maestro de ecos, retocado por el verde que usurpa parte de su lecho entre viñatigos, tiles, palos blancos que dan cobijo a los esquivos saucos, tabaibas de monte, etc. En las laderas del Norte medran los huertos de plataneras, escalones que parecen hechos para gigantes, y sobre la erizada piel de progenie lávica del Sur, entre paredones morenos, prosperan los viñedos o las higueras. Los matices, los colores y los sonidos, nos ofrendan una Isla que se embebe del mar poli sonoro desde Nogales hasta Bujarén. El experimentar el recreo visual y anímico de la Isla Bonita, de sus panorámicas, diversas hasta lo increíble, nos enmarca en moldes de soberana armonía, en una teoría de planos superpuestos, como si los paisajes estuvieran afinados en un tono para versificar sus dedicatorias desde el anfiteatro de El Time. En el seno húmedo, donde las rocas sudan manantiales cantarines, voces de la euforia de la veleidosa congoja de las nubes, muchas veces dejan caer su carga sinfónica entre la figura barroca de los dragos de La Tosca.
La Caldera de Taburiente, Parque Nacional, es la enorme cicatriz de todo el sistema telúrico de la Isla, cuyos bordes fueron glorificados hasta alcanzar la estatura de cíclopes de piedra; una especie de «Capilla Sixtina», de un laureado paisaje natural, admirado, suma y compendio de la toda poderosa fuerza de la Creación. Sin duda alguna, en sus alturas se refugian los bosques de auténtica leyenda: Mantigua, regazo de pinos rumorosos suspendidos en las escabrosidades, que se asientan firmemente enhiestos con sus enormes troncos y altivas copas.
Lo único que perdura inmutable es que todo cambia, ya sea en la naturaleza o en la sociedad, las cosas están cambiando constantemente. El cambio climático actual, el calentamiento de la Tierra, la contaminación o el problema biológico tan dramático por el que pasamos de estos días, son fruto de la actividad humana y del paso inexorable del tiempo que modifica segundo a segundo el pasado y la visión de la realidad.
Sociedad de Estudios Genealógicos y Heráldicos de Canarias