Avestruces

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Avestruces

Oswaldo Paz Pedrianes

Caminaba hace unos días sumido en mis pensamientos, sin rumbo, sin un destino decidido, cuando mi cerebro a medio gas detectó algo raro en el entorno. Inicialmente no supe identificar qué era lo que no encajaba, pero sabía que algo estaba mal, que la imagen de aquél paseo marítimo que se extendía ante mí estaba deformada de alguna manera, como un acertijo que no lograba desentrañar.

Tras permanecer largo rato mirando hacia aquel espacio propio de una bella postal, finalmente saltó la chispa que logró activar mi detector de distorsiones, como cuando de pequeños buscábamos ávidamente entre las páginas del periódico hasta encontrar aquel juego de hallar los siete errores entre dos imágenes prácticamente iguales. Así que error localizado: varias farolas a lo largo del camino aparecían abolladas, torcidas a diferentes alturas. Mirándolas más de cerca, incluso en las que parecían en perfecto estado, se detectaban ligeras marcas en la pintura, como leves desconchados.

Bueno, la parte positiva era que ya había descubierto lo que no encajaba. La parte negativa, que ahora la duda era mayor: ¿Qué extraño fenómeno había producido aquellos efectos? Mientras pensaba en ello, un ruido sordo sonó a mi espalda, seguido de una exclamación de dolor.
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Al girarme, encontré a un hombre con una mano en la frente, quejándose de dolor, y mirando con cara de sorpresa la farola a la que acabada de agredir de un cabezazo. Su mirada saltaba alternativamente de la farola a la palma de su otra mano, y en su rostro se dibujaba un gesto de incredulidad. Lo que había en su mano era una pantalla que reflejaba algo que debía ser de un interés vital para la supervivencia de aquel sujeto, ya que había primado su contenido sobre el elemental ejercicio de mirar dónde ponemos los pies al andar. Dirigí entonces la mirada a mi alrededor, y la sorpresa fue en aumento: por todos lados había personas con sus ojos fijos en las palmas de sus manos, sus cabezas agachadas, como los avestruces cuando se sienten en peligro ante un depredador y entierran sus cabezas en un agujero en el suelo. Pero allí no había depredadores, ni se veían caras de miedo. Sólo rostros abstraídos, cientos de ojos bizqueando que harían frotarse las manos a cualquier oftalmólogo. Recuerdo la idea que relampagueó en ese momento en mi mente: “es un milagro que no haya más mobiliario urbano deteriorado. Ni más huesos rotos”. Aún aturdido por la situación de la que acababa de tomar consciencia, logré entrar en una cafetería y a dura penas articulé un lacónico “un café, por favor” a la joven que se acercó a mi mesa para interesarse por mis deseos de ingesta.

Nuevamente volví a ejercer ese feo vicio que tengo desde pequeñito, que es mirar a mi alrededor. Y descubrí que allí también estaba pasando: el local tenía una decena de mesas, con humanos y humanas sentados a su alrededor, de diferentes tamaños y edades, con la cabeza gacha, mirando aquellas prótesis extraterrestres injertadas en una de sus extremidades superiores. Mi nivel de malestar aumentaba a cada segundo, mientras el sudor recorría mi nuca, y notaba húmedas las palmas de mis manos. Cogí una servilleta de mi mesa con la intención de acabar con aquella desagradable sensación, y horrorizado comprobé que también yo tenía uno de esos malditos apéndices en mi mano derecha. Comencé a gritar con todas mis fuerzas, pero no se oía nada. Por más que esforzaba mi garganta, el aire no recogía el sonido de mi miedo. Corrí desesperado hacia la cocina del local, pensando únicamente en encontrar un cuchillo con el que extirpar aquél objeto demoníaco que lograba controlar mis pensamientos, mi atención, mi día a día, mi ser. Quería enviar lejos de mi organismo aquél mando a distancia de mi destino.

Me despertó un fuerte ruido, un zumbido molesto. Era el despertador de mi teléfono móvil. Alarmado, miré las palmas de mis manos, y respiré aliviado al ver que ambas seguían teniendo marcadas sus correspondientes líneas de la vida. Alargué mi brazo derecho hasta la mesa de noche, rodeé con mis dedos el aparato desde el que surgía el ruido que me devolvía al mundo de los despiertos, y lo lancé por los aires hasta el otro extremo de la habitación, cesando su molesta melodía tras el brutal impacto contra la pared. Y pensé en aquella epidemia de este principio de siglo, que había generado un aislamiento voluntario argumentando paradójicamente que estábamos ante un hito de la comunicación. Un autismo derivado de la tecnología. La gente ya no se mira a los ojos, se sorprenden al mirar un rostro, quizás hasta se hayan olvidado de mantener la mirada. Pasa tanto tiempo entre una mirada y otra, que lo que se encuentran delante ya es otra persona. Este camino nos llevará a reconocernos sólo en los recuerdos, y no en el ahora. Llegará el día en el que nos preguntaremos qué fue del “nosotros”. Yo digo ¡basta! Voy a recuperar mis manos, mis palmas, aquello que una vez sirvió para acariciar, para dar calor, para coger otra mano que lo necesitaba, para transmitir afecto. Este avestruz ha decidido sacar la cabeza de su agujero.

Oswaldo Paz Pedrianes (Garafía, La Palma, 1971) es Psicólogo y Terapeuta Familiar. Su carrera profesional ha estado dirigida a la ayuda especializada a menores en desamparo y sus familias en el ámbito social, trabajando en diferentes entidades a lo largo de su trayectoria. Actualmente desempeña su rol profesional centrado en la problemática del Acoso Escolar.

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